A grandes rasgos, podemos decir que es una piel que notamos tirante, incómoda, descamada, desvitalizada, y en casos de mayor sequedad, incluso agrietada e inflamada. Puede ser una característica congénita o en ocasiones estar relacionada con alguna patología (eczema, psoriasis, ...), pero en cualquier caso empeora en invierno.
No debemos confundirla con una piel deshidratada que es la que en un momento determinado tiene unos niveles más bajos de hidratación, es decir, de agua. Esto puede ocurrirnos a todos en cualquier momento, incluso a las pieles grasas con altos niveles de lípidos. Nuestra epidermis, cuando se encuentra en óptimas condiciones, está protegida por un film hidrolipídico (capa formada por agua y lípidos) que tiene la función de evitar que se evapore el agua y de formar una barrera eficaz contra cualquier agresión externa. En el caso de las pieles secas, esta barrera está alterada dejando nuestra piel más expuesta a los factores externos.
Ahora que ya sabemos reconocer una piel seca, nos queda saber cómo podemos cuidarla.
En los casos más graves, cuando observamos inflamación o cualquier otra patología, debemos acudir al dermatólogo, pero para el resto de los casos serán útiles algunos consejos sencillos:
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