Se trata de una
enfermedad inflamatoria de la piel, crónica y no contagiosa. Se produce cuando la piel carece de factores hidratantes naturales como los aminoácidos y la formación de los lípidos que forman la barrera cutánea es imperfecta, produciendo una alteración en esta función de barrera, dejando pasar alérgenos y microorganismos a capas más profundas.
En los últimos 30 años se ha triplicado el número de casos, afectando sobre todo a niños. Suele aparecer en el primer año de vida, pero entre el 50 y el 70% de los casos desaparecen en la adolescencia.
Se caracteriza por provocar una piel seca, descamada, de tacto áspero y que produce un picor, en ocasiones tan intenso, que afecta al descanso. Las zonas del cuerpo donde suelen aparecer son la cara, el cuello, las manos y el tronco en el caso de los bebés. En niños o adultos, aparece en manos, pies y en los pliegues detrás de codos y de rodillas.
Todavía no se conoce la causa que provoca la enfermedad, pero sí los factores que desencadenan el brote.
El principal factor es genético, aumentando la incidencia si los padres padecen a su vez asma o fiebre del heno, ya que se ha visto que existe una relación contaminada con un factor desencadenante. Ser hijos de madres mayores también juega un papel en contra.
El clima y la zona donde se vive también influye mucho. Los climas fríos y las ciudades con poca calidad de vida favorecen la aparición de la enfermedad.
Es una enfermedad crónica, pero esto no quiere decir que no podamos hacer nada para evitar o espaciar los brotes. Cuando estos son muy intensos no queda más remedio que acudir al médico, que nos recetará probablemente corticoides como medida paliativa que se debe aplicar en las zonas afectadas y durante un corto periodo de tiempo.
Cuando el brote está controlado, y en los intervalos entre estos brotes debemos tener en cuenta estas recomendaciones.